MONÓLOGO DE UN PERRO
Yo no creo haber hecho nada malo esta mañana.
Me parecieron todos muy nerviosos. Iban y venían por los pasillos, esquivándose unos a otros.
Ella le gritaba a la madre de él, y los dos niños, con las manos llenas de cosas, entraban en el dormitorio de los padres, que yo tengo prohibido.
La pequeña -la más amiga mía- chocó contra mí dos o tres veces. Yo le buscaba los ojos, porque es la mejor manera que tengo de entenderlos: los ojos y las manos. El resto del cuerpo ellos lo saben dominar y, si se lo proponen, pueden engañarte y engañarse entre sí; pero las manos y los ojos no.
Sin embargo, esta mañana mi pequeña ni me quería mirar. Sólo después de ir detrás de ella mucho tiempo, en aquel vaivén desacostumbrado, me dijo: "Drake, no me pongas nerviosa. ¿ No ves que nos vamos de veraneo, y están los equipajes sin hacer?". Pero no me tocó ni me miro. Yo, para no molestar, me fui a mi rincón, me eché encima de mi manta y me hice el dormido.
También a mi me ilusionaba el viaje. Les había oído hablar días del mar y de la montaña. No sabía con certeza qué habían elegido; pero comprendo que, en las vacaciones - y más en estas, que son mas largas que las otras dos - mi pequeña podrá estar todo el día conmigo. Y lo pasaremos muy bien, estemos donde estemos, siempre que sea juntos.
Tardaron tres horas en iniciar la marcha. Fueron bajando las maletas al coche, los paquetes, la comida - que olía a gloria - y los envoltorios del ultimo momento. Yo necesitaba correr de arriba abajo por la escalera pero me aguanté. Cuando fueron a cerrar la puerta, eché de menos mi manta. Entré en su busca; me senté sobre ella; pero el me llamó muy enfadado. - "¡Drake, venga!" -, y no tuve mas remedio que seguirlo. Mientras bajaba, caí en la cuenta de que, en el lugar al que fuéramos, habría otra manta. Ellos siempre tienen razón. Los tres mayores, mi pequeña, su hermano y yo. Era difícil caber en aquel coche, tan cargado de bultos; pero estábamos bien, tan apretados todos.
Yo me acurruqué en la parte de atrás, bajo los pies de los niños. La madre de él se sentó en un extremo, que suele ser su sitio, y todavía no se le habían olvidado las voces de ella, porque no decía nada, solo miraba las calles y la luz, que era muy fuerte, a través del cristal. Los niños se peleaban con cualquier pretexto esta mañana, seguían muy nerviosos. Yo sufrí sus patadas con tranquilidad, porque sabía que no iban a durar y porque era el principio de las vacaciones.
Cuando de pronto, el niño le dio un coscorrón a mi pequeña, yo le lamí en cambio las piernas con cariño, pero ella me dio un manotazo, como si la culpa hubiera sido mía. La miré para ver si sus ojos me decían lo contrario.
Ella, mi pequeña quiero decir, no me miraba. Fue cuando ya habíamos perdido de vista la ciudad. Él se echó a un lado y paró el coche. Los de delante daban voces los dos, no se por qué discutían. La madre de él no decía nada, ya antes había empezado a decir algo y ella la corto con muy malos modales. Tampoco los niños decían nada. Él bajó del coche y cerro de un portazo, le dio la vuelta, abrió la puerta del lado de los niños, y me agarró por el collar.
Yo no entendí. Quizá quería que hiciese pis, pero yo lo había hecho en un árbol mientras cargaba y disponía los bultos. Empujó con violencia la puerta, y volvió a sentarse al volante.
Oí el ruido del motor.
Alcé las manos hacia la ventanilla, me apoyé en el cristal, detrás de él vi la cara de mi pequeña con los ojos muy redondos, le temblaban los labios. Arrancó el coche y yo caí de bruces.
Corrí tras él, porque no se daban cuenta de que yo no estaba dentro, pero aceleró tanto que tuve que detenerme cuando ya el corazón se me salía por la boca. Me aparté porque otro coche en dirección contraria casi me arrolla.
Me eché a un lado a esperar y a mirar, porque estoy seguro de que volverán por mí. Tanto miraba en la dirección de los desaparecidos que me distraje y un coche negro no pudo evitar atropellarme. No ha sido mucho, un golpe seco que me tiró a la cuneta.
Aquí estoy.
No me puedo mover. Primero porque espero que vuelvan a este mismo sitio en el que me dejaron, segundo porque no consigo menear esta pata. Quizá el golpe del coche negro aquél no fue tan poca cosa como creí.
Me duele la pata hasta cuando me la lamo.
Me duele todo.
Pronto vendrá mi pequeña y me acariciará y me mirará a los ojos. Los ojos y las manos de mi pequeña, nunca serán capaces de engañarme.
Aquí estaré. Si tuviese siquiera un poco de agua, hace tanto calor y tengo tanto sueño.
No me puedo dormir. Tengo que estar despierto cuando lleguen.
Me siento más solo que nadie en este mundo. Aquí estaré hasta que me recojan.
Ojalá vengan pronto.
Antonio Gala
MALDICION
Maldigo con la más rotunda de las maldiciones, a quienes, por estas fechas u otras, abandonan a sus animales de compañía. No son dignos de los unos y de la otra. Les deseo que un día sean ellos los abandonados (y seguramente acabarán por serlo) de sus mujeres, sus hijos, de sus amigos... Por egoístas despreciables. Por posponer a un ser vivo, dependiente, amable en estricto sentido, generoso y fiel a sus propios proyectos de vacación y de comodidad. Por rescindir una relación cuando les parece conveniente. Por hijos de la gran puta. Con perdón.
Antonio Gala
PERROS DE CUNETA
No hay animal más triste que un perro de cuneta. Cuando llega el verano, buscan con la punta de su frágil hocico el imposible camino de regreso a casa. Han sido despojados del collar, rebajados a la categoría de engorro que se tira cual mueble viejo para la hoguera de San Juan.
Puede que el perro sea el mejor amigo del hombre pero no todos los hombres merecen ser amigos de los perros. El verano pasado viajaba yo hacia el sur, por carretera, como siempre. Me habían invitado a inaugurar un centro cultural que llevará mi nombre en una calle que incomprensiblemente todavía no lo lleva. Por prudencia, yo procuraba no mirar el paisaje para no tropezarme con el melancólico desconsuelo de esos animalillos abandonados a su perra suerte. Una vez dejan de ser cachorros, ya no son el capricho de infantiles y estridentes aprendices de matarife y conviene borrar las pruebas del delito. La infancia es, siempre lo he dicho, la escuela de los desalmados. Aunque no quería, en un momento dado miré fugazmente hacia afuera y allí le ví, perro sin dueño ni más rabia que el olvido. Nos detuvimos, claro, para recojerlo y adoptarlo. Lo acaricié, lo abracé e intenté aplacar sus temblores con silencio y respeto, dos formas de mudo y mutuo sentimiento.
Era de noche. A la carretera la engulló un paisaje que le rezaba a la Luna con la oración monocorde de los grillos. Sentí que el perro se dormía y percibí el latido de su corazón, costalero en la cuesta de Iscariote. Así seguimos, yo preguntándome qué clase de animal podía haberle abandonado, acostumbrándome a sus jadeos de jubiloso pedigüeño. A lo lejos, las estrellas fugaces rasgaban el telón tejido por San Lorenzo. Si cierro los ojos, puedo oler los días que siguieron: mis perrillos y yo, en un campo de amapolas, brincando y jugando. Cada nuevo perro es una aventura y me produce una desazón parecida a la que experimento en las noches de estreno, cuando la obra todavía es un esperanzador melón por abrir. Enigmático, el perro dormía entre mis brazos, ajeno a la realidad de desastres e injusticias que desgranaba la radio. Cerca de Córdoba, nos detuvimos. Se escuchaban, lejanas, bulerías rociadas con esdrújulos acordes de bordones y palmas. El perro se despertó. Nos miramos. "Te llamarás Azahar", le dije casi entre susurros, "porque es una palabra que nadie pronuncia mejor que yo".
Antonio Gala |